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7 may 2016

BESOS EN EL PAN, por Almudena Grandes

Desde hace casi un año se encuentran todos los días, a las ocho y media de la mañana, en la misma barra del mismo bar de la misma estación  de metro.
María gracia nunca se ha sentido guapa, pero tuvo una edad luminosa que se prolongó en el tiempo, y buen tipo, un cuerpo donde las formas cóncavas las convexas se acoplaban en una dichosa armonía. Tenía además un pelo espectacular, una melena castaña, larga y rizada que llamaba la atención, restándola de los rasgos de un rostro vulgar de ojos pequeños, mandíbula cuadrada y labios casi inexistentes, de tan finos, que casaban muy mal con su acento venezolano. El paso del tiempo se ha cebado en el espesor de sus cabellos y en las curvas de su silueta, anulándolos por igual para dejarla a solas con sus labios borrosos, su mandíbula cuadrada, sus ojos pequeños, y un odioso flotador de grasa insoluble donde antes, en aquellos tiempos en los que al mirarse en el espejo veía un cuerpo y no un fardo rectangular, recuerda que solía ponerse un cinturón.
 Hace mucho tiempo que no la mira nadie. La primera vez que él lo hace, se repasa directamente a sí misma para comprobar que no ha pisado una caca de perro, ni ha reventado las costuras de los pantalones, ni ha salido de casa con la parte de arriba del pijama. Cuando descubre que todo está en orden, piensa que será una casualidad.
Antonio jamás ha sido guapo, en su juventud menos que nunca. La edad ha ido secando los granos de su cara, eliminando el exceso de grasa que convirtió durante décadas su nariz en un bulto informe, sustituyendo las ondas espesas, apelmazadas, de su flequillo, por una calvicie que le amarga aunque le favorece, o viceversa. Todo lo demás es obra del alcohol. De adolescente envidiaba a los chicos muy delgados, y a fuerza de beber ha logrado quedarse en los huesos. Como nada sale gratis, el coñac le ha asignado a otra raza. Ahora parece un piel roja, rojiza su cara en general, en particular sus pómulos, repletos de venillas rotas que se ramifican día tras día para conquistar ya la base de su nariz.
 Todos los días, a las ocho y media de la mañana, se encuentran en la misma barra del mismo bar de la misma estación de metro.
Ella va a trabajar, a limpiar casas por hora. Él ya no trabaja, pero pone el despertador todas las noches, igual que antes, porque no puede permitirse en su derrota la humillación suprema de quedarse en la cama hasta el mediodía. Además, al despertar siempre tiene sed, pero sobretodo soledad, tanta y tan variada que no puede con ella. Por eso va al bar, para estar rodeado de gente, para que el dueño le salude por su nombre, para encontrarse con su amigo Serafín, otro parado de larga duración, tan parecido a él como su dependencia de una máquina tragaperras se parece a las dos copas de coñac que Antonio necesita tomarse cada mañana, aunque apenas mitiguen la amargura de su despertar. 
 María Gracia también está sola. También ha estado casada, tampoco ha tenido hijos, también la ha abandonado su pareja, tampoco ha encontrado otra, también ha vivido mejor, tampoco ha vivido nunca peor que ahora. La primera vez que la ve, Antonio lee todo en su rostro como un libro abierto y recuerda aquel refrán que solía decir su madre, siempre hay un roto para un descosido. El roto, sin duda, sería él, pero si pudiera contar con alguien, si pudiera compartir su miseria con alguien, aún encontraría fuerzas para recomponer alguno de sus pedazos. El descosido tendría que ser  una mujer no muy joven, ni muy guapa, ni lo suficientemente atractiva como para no estar desesperada de su propia soledad. Porque sólo una mujer rotunda, abrumadora, definitivamente desesperada, podría estar dispuesta a aferrarse a un clavo al rojo vivo, tan ardiente y doloroso como la única vida que Antonio puede ofrecer. Por eso se fija en esa mujer que le parece mucho para él, pero también perfecta de puro triste. Perfecta de puro sola.
 La mira después que hayan pasado muchos, demasiados años sin que haya recibido una mirada de nadie, y María Gracia colecciona, una por una, sus miradas. Las clasifica, las estudia, las contempla y acaba poniéndose de parte de su admirador, distinguiendo en él cierta aura romántica, el encanto alcohólico de los detectives fracasados de las novelas baratas, el atractivo de los perdedores contumaces. Nunca en su vida ha distinguido esa clase de auras, nunca ha sucumbido a ese encanto ni ha hallado en nadie un atractivo semejante. Sabe que se está engañando, pero no le importa. Las mujeres como ella no pueden elegir, así que cuando termina de estafarse a conciencia, decide que no le disgusta. Si se le acerca, no le importaría conocerle.
Así llevan casi un año.
 Cada vez que él se promete a sí mismo que se acercará para darle los buenos días, María Gracia deja unas monedas sobre el mostrador y se marcha a toda prisa. Cada vez que ella se atreve a sonreírle, Antonio vuelve la cabeza un instante antes de contemplarla curva de sus labios.
 Esta mañana de setiembre, con vocación de octubre, ventosa y desapacible, parece definitiva. Ella, que ayer fue a teñirse a la peluquería de Amalia, ha estado ausente casi un mes, el que se han tomado de vacaciones los dueños de las casas donde trabaja. Él ha tenido casi un mes  para pensar, aunque al verla llegar se pone muy nervioso.
-Hola- dice, tan bajo que nadie escucha.
 María gracia percibe que ha dicho algo, sonríe, y le saluda inclinando la cabeza, mientras pide el café con leche y las dos porras de todas las mañanas.
 Antonio no está seguro de si el saludo iba dirigido a él o a Mari Carmen, la dueña del bar.
 Mañana será otro día, piensa él.
 Mañana será otro día, piensa ella.

Que los disfruten,
Carmen

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