Para Bob Dylan
Se llamaba Connie. Tenía
quince años y la costumbre rápida, risueña y nerviosa de estirar el cuello para
mirarse en un espejo al pasar, o de investigar las caras de los demás para
asegurarse de que la suya estaba bien. Su madre, que se daba cuenta de todo y
lo sabía todo y que no tenía muchas razones para seguir mirando su propia cara,
siempre la regañaba por eso. “Deja de pavear. ¿Quién te crees que eres? ¿Te
crees tan bonita?”, le decía. Connie arqueaba las cejas frente a esa queja
conocida y la miraba como si fuera invisible, la mirada perdida en una visión
oscura de sí misma tal cual era en ese momento: sabía que era bonita y no había
más que hablar. Su madre lo había sido también en algún momento, si podías
creerle a esas fotos viejas del álbum, pero ahora su atractivo se había ido y
por eso siempre se ensañaba con Connie.
“¿Por qué no puedes
mantener tu cuarto limpio como tu hermana? ¿Con qué te peinaste? ¿Qué es eso
que huele tan mal? ¿Espray de cabello? No veo a tu hermana usando esa basura.”
Su hermana June tenía
veinticuatro años y todavía vivía en casa. Era una de las secretarias en la
escuela secundaria de Connie, y como si eso no fuera suficiente —tenerla en el
mismo edificio—, June era tan poco atractiva y gorda y predecible que Connie
tenía que oír el sinfín de elogios que le dedicaban su madre y sus tías. June
hizo esto, y aquello, y June ahorró dinero y ayudó a limpiar la casa y cocinó y
Connie no hizo nada; claro, con esa mente llena de sueños baratos que tiene. Su
padre estaba en el trabajo todo el día hasta tarde, y cuando llegaba a casa
quería cenar y leer el periódico en la mesa y después irse derecho a la cama.
No se molestaba mucho en hablar con ellas; pero alrededor de su cabeza
inclinada sobre el periódico su madre la seguía asediando hasta que Connie
deseaba que se muriera y morirse ella misma y que todo se terminara de una
buena vez. “Me dan ganas de vomitar a veces”, se quejaba con sus amigos. Tenía
una voz aguda, divertida, sin pausas para respirar, que hacía que todo lo que
decía sonara un poco forzado, sin importar si era sincero o no.
Al menos una cosa estaba
bien: June salía mucho con sus amigas, chicas tan poco atractivas y gordas como
ella, con lo que al menos su madre no le ponía peros cuando Connie quería hacer
lo mismo. El padre de su mejor amiga las llevaba en el coche las tres millas
hasta el pueblo, y las dejaba en un centro comercial para que pudieran recorrer
las tiendas o ir al cine, y cuando volvía a recogerlas a las once de la noche
nunca se preocupaba en preguntar qué habían hecho.
Deben haber sido una
visión conocida, paseando por el centro comercial en sus pantalones cortos y
zapatillas chatas de bailarina chocando contra la acera, sus pulseras de
colgantes tintineando en sus muñecas delgadas; inclinándose una sobre el oído
de la otra para susurrar y reírse en secreto cuando pasaba alguien que les
divertía o interesaba. Connie tenía el pelo largo y rubio oscuro que atraía las
miradas de todos, parte recogido en un gran bucle sobre su cabeza, el resto
cayendo sobre su espalda. Llevaba una blusa de jersey sin botones que se veía
de una manera en casa y de otra totalmente distinta afuera. Todo acerca de
Connie tenía dos caras, una para su casa y otra para cualquier otro lugar que
no lo fuera: su manera de caminar, a veces infantil, como rebotando, a veces
bastante lánguida como para que alguien pensara que estaba escuchando música en
su cabeza; su boca, pálida y en una mueca un poco sarcástica la mayor parte del
tiempo, y que se volvía brillante y rosada durante estas salidas nocturnas; su
risa, cínica y cansina en casa —Ja, ja, muy gracioso— pero aguda y nerviosa en
cualquier otro lugar, como el tintineo de los dijes de su pulsera.
A veces iban de compras o
al cine, pero otras veces cruzaban la carretera, esquivando rápidamente los
coches de la calle transitada, a un restaurante drive-in donde iban los chicos
más grandes. El restaurante tenía la forma de una enorme botella, aunque más
chato y ancho que una botella real, y sobre el tapón giraba la figura de un
niño sonriente sosteniendo una hamburguesa en alto. Una noche de verano
cruzaron, quedándose sin aliento por su propia audacia, y enseguida alguien se
asomó por la ventanilla de un coche y las invitó a subir, pero era solo un
muchacho de la escuela que no les gustaba. Les hizo sentir bien poder
ignorarlo. Siguieron a través del laberinto de coches en movimiento y
estacionados hasta el restaurante muy iluminado y lleno de moscas, sus rostros
satisfechos y expectantes, como si entraran en un edificio sagrado irguiéndose
frente a la noche para darles el refugio y la bendición que anhelaban. Se
sentaron al mostrador, las piernas cruzadas a la altura de los tobillos, sus
pequeños hombros rígidos de la emoción, y escucharon la música que hacía que
todo estuviera bien: la música siempre en el fondo, como en misa; algo en lo
que se podía confiar.
Un chico llamado Eddie
entró para hablar con ellas.
Se sentó en el taburete mirando hacia atrás,
girando bruscamente en un semicírculo para luego detenerse y girar en sentido
contrario, una y otra vez; y al rato le preguntó a Connie si quería algo de
comer. Ella le respondió que sí y entonces le tocó el brazo a su amiga al salir
—su amiga levantó el rostro en una mirada valiente y curiosa— y Connie le dijo
que se encontraría con ella a las once, del otro lado del camino. “Odio dejarla
así sola”, dijo Connie con seriedad, pero él le aseguró que no iba a estar sola
por mucho tiempo. Con lo que fueron hasta su coche y, en el camino, Connie no
pudo evitar que sus ojos vagaran sobre los parabrisas y los rostros a su
alrededor, el suyo propio brillando con una alegría que no tenía nada que ver
ni con Eddie ni con ese lugar; quizá fuera la música. Encogió los hombros y
contuvo el aliento por el puro placer de estar viva, y justo en ese momento vio
al pasar una cara a pocos metros. Era un muchacho de pelo negro enmarañado, en
un viejo convertible dorado. La miró fijo y sus labios se abrieron en una
sonrisa. Connie le devolvió la mirada, los ojos entrecerrados de desdén, y se
dio la vuelta; pero no pudo evitar mirar hacia atrás y ahí estaba todavía,
mirándola. Él le apunto con un dedo, riéndose, y dijo: “Te voy a conseguir,
nena”, y Connie se volvió a girar, sin que Eddie se diera cuenta de nada.
Pasó tres horas con él,
primero en el restaurante comiendo hamburguesas y bebiendo Coca-Cola en vasos
descartables siempre húmedos, y luego en un callejón a más o menos una milla de
distancia; y cuando él la dejó a las once menos cinco solamente el cine seguía
abierto en todo el centro comercial. Su amiga estaba ahí, hablando con un
chico. Cuando Connie se acercó, las dos chicas se sonrieron y Connie dijo:
“¿Qué tal la película?” y la chica dijo: “Tú deberías saberlo”. Se marcharon
con el padre de su amiga, con sueño y alegres, y Connie no pudo evitar mirar
hacia atrás, hacia el centro comercial a oscuras con su gran estacionamiento
vacío y los carteles, descoloridos y fantasmales ahora, y hacia el restaurante
drive-in donde los coches seguían dando vueltas sin parar. No podía escuchar la
música a esa distancia.
A la mañana siguiente
June le preguntó qué tal había estado la película y Connie dijo: “Más o menos”.
Connie y esa chica y de
vez en cuando otra chica salían varias veces a la semana, y el resto del tiempo
se lo pasaba en casa —eran las vacaciones de verano— siempre molestando a su
madre y pensando, soñando con los chicos que había conocido. Pero todos esos
chicos se disolvían en un solo rostro que no era siquiera un rostro sino una
idea, una sensación, mezclada con el pulso urgente de la música y el aire
húmedo de la noche de julio. Cada tanto, su madre volvía a arrastrarla a la
realidad del día, buscándole cosas para hacer o preguntándole de repente: “¿Qué
es eso que oí de la chica de Pettinger?”.
Y Connie decía
nerviosamente, “Oh, ella. Esa tonta”. Siempre marcaba una línea gruesa y clara
entre ella y esas otras chicas, y su madre era lo suficientemente tonta y
amable para creérselo. Connie pensaba que su madre era tan tonta que quizá
fuera cruel engañarla tanto. Se movía por la casa arrastrando los pies en unas
pantuflas viejas, quejándose por teléfono de una hermana al hablar con la otra,
hasta que la otra llamaba y las dos se quejaban de una tercera. Si se
mencionaba el nombre de June el tono de la madre era de aprobación, y si se
mencionaba el nombre de Connie era de desaprobación. Esto no quería decir que
no le gustaba Connie, y en realidad Connie pensaba que su madre la prefería a
June solo porque era más bonita, pero las dos persistían en un juego de
exasperación, una sensación de tironeo y lucha por algo de poco valor para
cualquiera de las dos. A veces, mientras tomaban café, eran casi amigas, pero
algo surgía —una molestia que era como una mosca zumbando de repente alrededor
de sus cabezas— y sus gestos se endurecían de desprecio.
Un domingo Connie se
levantó a las once —ninguno en la familia iba a la iglesia— y se lavó el pelo
para que se secara todo el día al sol. Sus padres y su hermana iban a una
barbacoa en casa de una tía y Connie se negó, diciendo que no estaba interesada
y poniendo los ojos en blanco para que su madre entendiera exactamente lo que
pensaba de eso. “Quédate sola en casa entonces”, le respondió su madre de
manera brusca. Connie se sentó en la parte trasera de la casa en una silla
playera y vio cómo se alejaban en el coche, su padre silencioso y calvo, la
espalda torcida para poder sacar el coche en marcha atrás, su madre con una
mirada todavía enojada y para nada suavizada aun a través del parabrisas, y en
el asiento trasero la pobre June, vestida de domingo como si no supiera lo que
era una barbacoa, con todos esos niños gritones corriendo de aquí para allá y
moscas por todas partes. Connie se sentó con los ojos cerrados de cara al sol,
soñando, aturdida por el calor que la envolvía como una especie de amor, las
caricias del amor; y su mente se deslizó hacia pensamientos del muchacho de la
noche anterior y lo agradable que había sido, qué dulce que era siempre, no de
la manera que alguien como June podría suponer pero dulce igual, suave, como en
las películas y como lo prometían las canciones; y al abrir los ojos apenas
sabía dónde estaba, en el patio trasero que más allá se perdía en malezas y la
fila de árboles como si fuera una cerca y por detrás el cielo azul y
perfectamente inmóvil. La casa plana con sus techos de asbesto, que ya tenía
tres años, la sobresaltó: parecía pequeña. Sacudió la cabeza como para
despertarse.
Hacía demasiado calor.
Entró en la casa y encendió la radio para ahogar el silencio. Se sentó al borde
de la cama, descalza, y escuchó durante una hora y media un programa llamado
Popurrí Dominical XYZ, disco tras disco, cantando esas canciones duras, rápidas
y chillonas, intercaladas con los gritos de Bobby King: “¡Y ahora, para todas
las chicas de Napoleon's-Son y Charley quiero que escuchen con mucha atención
la próxima canción!”.
Y Connie misma se puso a
escuchar con más atención, bañada en el resplandor de una alegría apagada que
parecía surgir misteriosamente de la música misma y flotar lánguidamente en la
pequeña habitación sin aire, y que Connie inhalaba y exhalaba con cada suave
elevación y caída de su pecho.
Algo más tarde oyó el
ruido de un coche subiendo hasta la casa. Se incorporó de repente,
sobresaltada, porque no podía ser que su padre estuviera de vuelta tan pronto.
La grava siguió crujiendo todo el tiempo desde la carretera —el camino de
entrada a la casa era largo— y Connie corrió a la ventana. Era un coche que no
conocía. Era un cacharro descapotable, pintado de un dorado brillante que
captaba la luz del sol de una manera opaca. El corazón comenzó a latirle con
fuerza y sus dedos se movieron rápidos hacia el pelo, revisándolo, mientras
susurraba, “Dios mío. Dios mío”, preguntándose qué tan mal se veía. El coche se
detuvo junto a la puerta lateral y la bocina sonó en cuatro bocinazos cortos,
como si se tratara de una señal que Connie fuera a reconocer.
Entró a la cocina y se
acercó lentamente hasta la puerta, colgándose de la puerta mosquitera
entreabierta, los dedos de los pies descalzos enroscándose bajo el borde del
escalón. Había dos chicos en el coche y ahora sí reconoció al que conducía:
tenía el pelo negro enmarañado y loco como si fuera una peluca y le sonreía.
—No llego tarde, ¿no?
—dijo.
—¿Quién demonios te crees
que eres? —dijo Connie.
—Te dije que iba a salir,
¿no?
—Ni siquiera te conozco.
Connie habló de una
manera hosca, cuidándose de no mostrar ningún interés ni placer, mientras que
él hablaba en un tono rápido, monótono y vivo. Connie miró por detrás de él al
otro chico, tomándose su tiempo. Tenía el pelo castaño, con un mechón que le
caía sobre la frente. Sus patillas le daban un aspecto feroz y avergonzado,
pero hasta el momento ni se había molestado en mirarla. Ambos llevaban gafas de
sol. Las del conductor eran metálicas con cristales espejados, reflejándolo
todo en miniatura.
—¿Quieres venir a dar un
paseo? —dijo él.
Connie le sonrió de
manera sarcástica y dejó caer su cabello suelto sobre un hombro.
—¿No te gusta mi coche?
Pintura nueva —dijo—. Ey.
—¿Qué?
—Eres simpática.
Ella fingió estar ocupada
con algo, espantando a las moscas de la puerta.
—¿No me crees, o qué?
—dijo él.
—Mira, ni siquiera sé
quién eres —dijo Connie con asco.
—Oye, Ellie tiene una
radio, ¿ves? La mía se rompió. —Levantó el brazo de su amigo, mostrándole la
pequeña radio a transistores que sostenía el muchacho, y ahora Connie comenzó a
escuchar la música. Era el mismo programa que estaba sonando en el interior de
la casa.
—¿Bobby King? —preguntó
ella.
—Lo escucho todo el
tiempo. Me parece genial.
—Es bastante genial —dijo
Connie a regañadientes.
—Mira, ese tipo es
genial. Sabe dónde está la acción.
Connie se sonrojó un
poco, porque las gafas le impedían ver lo que el chico estaba mirando. No podía
decidir si le gustaba o si solo era un idiota, y por eso se demoraba en la
puerta y no salía de una vez ni volvía a entrar. Entonces le dijo:
—¿Qué es todo eso pintado
en tu coche?
—¿No lo puedes leer?
Abrió la puerta con mucho
cuidado, como si tuviera miedo de que fuera a caerse. Se bajó del coche con el
mismo cuidado, plantando los pies firmemente sobre el suelo, el mundo pequeño y
metálico reflejado de sus gafas deteniéndose como una gelatina que va cuajando,
y en el medio de todo ese reflejo la blusa verde brillante de Connie.
—Para empezar, este es mi
nombre —dijo. “Arnold Friend” estaba escrito en letras negras alquitranadas en
el costado del coche, junto a un dibujo de un rostro redondo y sonriente que a
Connie le hizo pensar en una calabaza, aunque con gafas de sol—. Quiero
presentarme. Soy Arnold Friend y ese es mi verdadero nombre y voy a ser tu
amigo, nena, y dentro del coche está Ellie Oscar. Es un poco tímido —Ellie
levantó la radio de transistores hasta el hombro y la balanceó ahí—. Ahora,
estos números pintados son un código secreto, cariño —explicó Arnold Friend.
Leyó los números 33, 19,
17, alzando las cejas al mirarla como preguntándole qué pensaba de eso, pero
ella no pensaba nada. El guardabarros trasero izquierdo había sido abollado y
tenía escrito, sobre el color dorado reluciente: “hecho por una mujer loca”.
Connie tuvo que reírse de eso. A Arnold Friend le gustó su risa y la miró.
—Del otro lado hay mucho
más, ¿quieres venir aquí y verlo?
—No.
—¿Por qué no?
—¿Por qué habría de
hacerlo?
—¿No quieres ver lo que
hay escrito en el coche? ¿No quieres ir de paseo?
—No lo sé.
—¿Por qué no?
—Tengo cosas que hacer.
—¿Cómo qué?
—Cosas.
Él se rio como si ella
hubiera dicho algo gracioso. Se dio una palmada en el muslo. Estaba parado de
una manera extraña, apoyándose contra el coche como para mantener el
equilibrio. No era alto, solo un par de centímetros más alto que lo que ella
sería parada a su lado. A Connie le gustaba la forma en que vestía, la misma en
la que todos ellos se vestían: unos vaqueros apretados metidos dentro de botas
negras gastadas, un cinturón que marcaba su cintura y mostraba lo flaco que era
y una remera blanca un poco sucia y que mostraba los músculos, pequeños y
duros, en sus brazos y hombros. Daba la impresión de hacer trabajo pesado,
levantando y cargando cosas. Hasta su cuello parecía musculoso. Y su cara era
familiar, de cierto modo: la mandíbula, el mentón y las mejillas ligeramente
oscurecidas por el par de días sin afeitarse, y la nariz larga y aguileña,
oliendo el aire como si todo esto fuera una broma y ella fuera un caramelo que
iba a engullirse.
—Connie, no me estás
diciendo la verdad. Hoy es el día que reservaste para dar una vuelta conmigo y
tú lo sabes —dijo, sin parar de reírse. El modo en que se enderezó y se
recuperó rápidamente de su ataque de risa mostró que había sido falso.
—¿Cómo sabes mi nombre?
—dijo ella, con suspicacia.
—Es Connie.
—Quizás, quizás no.
—Conozco a mi Connie
—dijo, sacudiendo su dedo índice. Ahora Connie lo recordaba mejor, de allá, del
restaurante, y sus mejillas se enrojecieron al recordar cómo había contenido el
aliento al pasar junto a él. Y la recordaba.
—Ellie y yo vinimos aquí
solo por ti —dijo—. Ellie se puede sentar atrás. ¿Qué te parece?
—¿Dónde?
—¿Dónde qué?
—¿Adónde vamos?
La miró. Se quitó las
gafas de sol y ella vio lo pálida que era su piel alrededor de los ojos, como
agujeros no llenos de sombra, sino de luz. Sus ojos eran como astillas de
vidrio captando la luz de una manera amable. Él sonrió. Era como si la idea de
ir de paseo a algún lugar, cualquier lugar, fuera una idea nueva para él.
—Solo a dar un paseo,
Connie, cariño.
—Nunca dije que mi nombre
fuera Connie —dijo ella.
—Pero yo lo sé. Sé tu
nombre y sé todo sobre ti, muchas cosas —dijo Arnold Friend. Todavía no se
había movido, sino que se mantuvo inmóvil apoyado contra el costado de su
coche—. Me llamaste la atención, una chica tan bonita, y me tomé el trabajo de
averiguar todo acerca de ti; por ejemplo, sé que tus padres y tu hermana se han
ido a alguna parte y sé dónde están y cuánto tiempo van a estar fuera, y sé con
quién estuviste anoche, y que el nombre de tu mejor amiga es Betty. ¿Cierto?
Hablaba con una voz
simple y melodiosa, como recitando la letra de una canción. Su sonrisa le
aseguraba a Connie que todo estaba bien. En el coche Ellie subió el volumen de
la radio, sin molestarse en mirarlos.
—Ellie se puede sentar en
el asiento de atrás —dijo Arnold Friend. Señaló a su amigo con un movimiento de
la barbilla, como si Ellie no contara y Connie no debiera preocuparse por él.
—¿Cómo averiguaste todo
eso? —dijo Connie.
—Mira: Betty Schultz y
Tony Fitch y Jimmy Pettinger y Nancy Pettinger —dijo, como cantando—. Raymond
Stanley y Bob Hutter...
—¿Los conoces a todos?
—Conozco a todo el mundo.
—Mira, estás bromeando.
No eres de por aquí.
—Sí que lo soy.
—Entonces… ¿cómo es que
nunca te vi antes?
—Claro que me viste antes
—dijo. Bajó la mirada hacia sus botas, con un aire un poco ofendido—. Es que no
te acuerdas.
—Creo que me acordaría de
ti —dijo Connie.
—¿Ah, sí? —En ese momento
levantó la vista, radiante. Estaba contento. Empezó a marcar el compás de la
música de la radio de Ellie, golpeando levemente un puño sobre el otro. Connie
apartó la mirada de la sonrisa en su rostro hacia el coche, pintado de un color
tan brillante que casi le dolían los ojos al mirarlo. Miró ese nombre, “Arnold
Friend”. Y en el guardabarros delantero vio una expresión que le era familiar:
“súbanse a los platillos voladores”. Era una expresión que los chicos habían
usado el año anterior, pero este año ya no. Miró esas palabras por un momento,
como si significaran algo para ella que todavía no entendía.
—¿En qué estás pensando?
¿Eh? —le increpó Arnold Friend—. No estarás preocupada de que se te arruine el
peinado con el viento en el coche, ¿no?
—No.
—¿Piensas que quizás no
conduzca bien?
—¿Y yo qué sé?
—Eres una chica difícil
de manejar. ¿Por qué? —le dijo—. ¿No sabes que soy tu amigo? ¿No viste que hice
mi seña cuando pasaste caminando?
—¿Qué seña?
—Mi seña —y dibujó una cruz
en el aire, inclinándose hacia ella. Estaban a unos tres metros de distancia.
Una vez que su mano volvió a caer a su lado, la cruz seguía todavía en el aire,
casi visible. Connie dejó que la puerta mosquitera se cerrara y se quedó
completamente inmóvil del lado de adentro, escuchando la música de su radio. Le
echó una mirada a Arnold Friend. Él se quedó parado ahí, en una pose casual
rígida, fingiendo estar relajado, su mano descansando contra el picaporte de la
puerta, como si eso le permitiera sostenerse en pie y no tuviera intención de
moverse nunca más. Connie reconocía la mayoría de lo que llevaba puesto, los
jeans ajustados que mostraban sus muslos y las nalgas y las botas de cuero
grasiento y la camisa apretada, y hasta esa sonrisa amable y entradora, esa
sonrisa soñolienta, como despertando de un sueño feliz, esa que todos los
chicos usaban para transmitir lo que no querían poner en palabras. Reconocía
todo eso, así como también la forma melodiosa de hablar, un poco burlona,
bromeando, pero a la vez seria y un poco melancólica, y reconocía la forma en
que golpeaba un puño sobre el otro en homenaje a la música perpetua detrás de
él. Pero todas estas cosas no encajaban.
De repente, Connie le
dijo:
—Oye, ¿cuántos años
tienes?
Su sonrisa se desvaneció.
Ella pudo ver entonces que no era un chico, sino mucho mayor: treinta, quizás
más. Con esto su corazón empezó a latir mucho más rápido.
—Qué tontería me
preguntas. ¿No ves que soy de tu edad?
—Al diablo si lo eres.
—Tal vez un par de años
más. Tengo dieciocho.
—¿Dieciocho? —dijo ella,
en tono dudoso.
Él se sonrió para
tranquilizarla y unas arrugas aparecieron en las comisuras de su boca. Sus
dientes eran grandes y blancos. Sonrió una sonrisa tan ancha que sus ojos se
convirtieron en rendijas y Connie vio lo gruesas que eran sus pestañas, gruesas
y negras como pintadas con alquitrán. Entonces, de repente, él pareció
avergonzarse y miró por encima de su hombro hacia Ellie.
—Él, él sí que es loco
—dijo—. ¿No es gracioso? Es un loquito, un verdadero personaje—. Ellie seguía
escuchando su música. Sus gafas de sol no ofrecían nada de lo que pudiera estar
pensando. Llevaba una camisa de un naranja vivo desabrochada hasta la mitad
para mostrar el pecho, un pecho pálido y azulado y nada musculoso como el de
Arnold Friend. Llevaba el cuello de la camisa dado vuelta hacia arriba, bordes
por encima de la barbilla, como si lo estuvieran protegiendo. Apretaba la radio
de transistores contra la oreja y seguía sentado ahí, bajo el sol, en una
especie de sopor.
—Es un poco raro —dijo
Connie.
—Oye, ¡dice que eres un
poco raro! ¡Un poco raro! —le gritó Arnold Friend. Golpeó el coche para llamar
la atención de Ellie. Ellie se dio vuelta por primera vez y Connie se
sorprendió al ver que tampoco era un chico: tenía un rostro agradable, lampiño,
con las mejillas ligeramente ruborizadas, como si las venas estuvieran
demasiado cerca de la superficie; el rostro de un bebé de cuarenta años. Al ver
esto, Connie sintió una oleada de vértigo y lo miró como si esperara algo que
cambie la conmoción del momento, para que todo volviera a estar bien. Los
labios de Ellie seguían formando palabras, murmurando la letra que sonaba en su
oído.
—Quizá sería mejor que se
fueran —dijo Connie, débilmente.
—¿Qué? ¿Por qué? —gritó
Arnold Friend—. Vinimos hasta aquí para llevarte de paseo. Es domingo. —Ahora
su voz era la voz del hombre de la radio. Era la misma voz, pensó Connie—. ¿No
sabes que es domingo todo el día? Y, mi amor, no importa con quién estabas
anoche, ¡hoy estás con Arnold Friend y que no se te olvide! Quizá sea mejor que
salgas aquí —dijo, y esto último lo dijo con una voz diferente. Era una voz un
poco menos expresiva, como si el calor finalmente le estuviera colmando los
nervios.
—No. Tengo cosas que
hacer.
—Ey.
—Mejor se van.
—No nos vamos hasta que
vengas con nosotros.
—Ni loca voy a...
—Connie, no me hagas
perder el tiempo. Quiero decir, quiero decir, no juegues conmigo —dijo,
sacudiendo la cabeza. Se rio con incredulidad. Apoyó las gafas sobre la cabeza,
con cuidado, como si en verdad usara una peluca, y acomodó las patillas detrás
de sus orejas. Connie lo miró fijamente, otra oleada de vértigo y miedo
surgiendo en su interior, y por un momento ni siquiera lo vio claro, solo una
mancha frente a ella, parado ahí contra el coche dorado; y pensó que sí,
seguro, había subido hasta la casa con su coche esos últimos metros, pero había
salido de la nada antes de eso y no pertenecía a ninguna parte y todo acerca de
él y hasta de esa música que le resultaba tan familiar era solo en parte real.
—Si mi padre llega y te
ve...
—No va a venir. Está en
una barbacoa.
—¿Cómo lo sabes?
—En lo de la tía Tillie.
Ahora mismo están, hmmm... están bebiendo. Sentados —dijo vagamente,
entrecerrando los ojos como si pudiera ver hasta allá lejos en el pueblo, hasta
el patio trasero de la tía Tillie. Entonces su visión pareció aclararse y
asintió enérgicamente—. Ajá. Todos sentados. Ahí está tu hermana, la del
vestido azul, ¿no? Y de tacones altos, la pobre perra triste, ¡nada comparada
contigo, cariño! Y tu madre está ayudando a una mujer gorda con las mazorcas de
maíz, limpiándolas, desgranándolas.
—¿Qué mujer gorda?,
exclamó Connie.
—¿Y yo qué sé qué mujer
gorda? ¡No conozco a cada maldita gorda del mundo! —Arnold Friend se rio.
—Oh, es la señora
Hornsby... ¿Quién la invitó? —dijo Connie. Se sentía un poco mareada. Su
respiración se aceleró.
—Es demasiado gorda. No
me gustan gordas. Me gustan como tú, cariño —le dijo con una sonrisa cansina.
Se miraron por un momento a través de la puerta mosquitera. Entonces, él le dijo
en voz baja—: Ahora, vas a hacer lo que te digo: vas a salir por esa puerta. Te
vas a sentar junto a mí en el asiento delantero y Ellie se va a pasar atrás; al
diablo con Ellie, ¿no? No eres su cita. Eres la mía. Soy tu amante, nena.
—¿Qué? Estás loco...
—Sí, soy tu amante. Aún
no sabes lo que es eso, pero ya vas a entender —dijo—. Eso también lo sé. Lo sé
todo sobre ti. Pero mira: es una cosa muy bonita y no podrías pedir a nadie
mejor que yo, o más educado. Siempre cumplo mi palabra. Deja que te cuente,
siempre soy muy bueno al principio, la primera vez. Te voy a abrazar tan fuerte
que no se te va a ocurrir que te tienes que escapar ni fingir nada, porque vas
a saber que no puedes. Y voy a entrar en ti, ahí donde todo es secreto, y te
vas a rendir a mí y vas a amarme.
—Cállate. ¡Estás loco!
—dijo Connie. Retrocedió unos pasos, alejándose de la puerta. Se tapó los oídos
con las manos como si hubiera oído algo terrible, algo que no estaba dirigido a
ella. “La gente no habla así, estás loco”, murmuró. El corazón casi le
desbordaba el pecho y cada latido le hacía brotar sudor por todas partes. Miró
hacia afuera y vio a Arnold Friend hacer una pausa y luego dar un paso hacia el
porche, tambaleándose. Estuvo a punto de caer. Pero, como un borracho sagaz, se
las arregló para recuperar el equilibrio. Se tambaleó en sus botas altas y se
aferró a uno de los postes del porche.
—¿Cielo? —dijo—. ¿Me
sigues escuchando?
—¡Lárgate de aquí!
—Sé buena, cariño. Mira.
—Voy a llamar a la
policía...
Él se tambaleó de nuevo y
por el costado de su boca echó una maldición como un escupitajo veloz, algo que
no tuvo intención de que ella escuchara. Pero incluso ese “¡Mierda!” sonó
forzado. Entonces empezó a sonreírse de nuevo. Ella vio esa sonrisa avanzar,
torpe, como sonriendo dentro de una máscara. Su rostro entero era una máscara,
pensó descabelladamente, curtido hasta llegar a la garganta blanca, como si se
hubiera cubierto de maquillaje en la cara pero se hubiera olvidado de seguirlo
hasta el cuello.
—¿Cielo? Mira, esta es la
situación. Siempre digo la verdad y te prometo esto: no voy a entrar a la casa
a perseguirte.
—¡Más te vale! Voy a
llamar a la policía si tú... si no...
—Cariño —siguió él,
hablando a la misma vez que ella—, cariño, no voy a entrar allí, pero tú vas a
salir aquí. ¿Sabes por qué?
Connie jadeaba, sin
aliento. La cocina parecía un lugar que nunca había visto antes, un cuarto al
que había escapado pero que no le servía ahora, que no iba a ayudarla. La
ventana de la cocina nunca había tenido cortinas, aun después de tres años, y
había platos en el fregadero que habían dejado para que ella lavara,
probablemente, y si deslizabas la mano sobre la mesa, probablemente te
encontraras con algo pegajoso.
—¿Me escuchas, mi amor?
¡Oye!
—Voy a llamar a la
policía...
—En cuanto toques ese
teléfono ya no tengo que cumplir mi promesa y voy a poder entrar. Y no te va a
gustar.
Connie se abalanzó hacia
adelante y trató de trabar la puerta. Los dedos le temblaban.
—¿Por qué la vas a
trabar? —dijo Arnold Friend suavemente, hablándole directamente a la cara—. No
es más que una puerta mosquitera. No es nada. —Una de sus botas apuntaba en un
ángulo raro, como si su pie no estuviera dentro de ella. Apuntaba hacia la
izquierda, torcida a la altura del tobillo—. Quiero decir... cualquiera puede
atravesar una puerta mosquitera, y hasta vidrio y madera y hierro o cualquier
otra cosa si lo necesita, cualquiera; y especialmente Arnold Friend. Si el
lugar estallara en llamas, cariño, vendrías corriendo a mis brazos, a mis
brazos donde te sentirías a salvo y en casa, como si supieras que soy tu amante
y dejaras de perder el tiempo. No me molesta una linda chica tímida, pero no me
gusta perder el tiempo. —Parte de esas palabras fueron pronunciadas con un leve
acento rítmico, y Connie las reconoció de algún modo: el eco de una canción del
año anterior, acerca de una chica que corría a los brazos de su novio y volvía
a casa otra vez.
Connie estaba descalza
sobre el piso de linóleo, mirándolo fijamente.
—¿Qué quieres? —susurró.
—A ti —dijo él.
—¿Qué?
—Te vi esa noche y pensé
ella es la única para mí, sí señor. Ya no necesito buscar más.
—Pero mi padre está
volviendo. Está volviendo a buscarme. Tenía que lavarme el pelo antes de ir...
—Habló con una voz seca, rápida, levantando el tono apenas para que él
escuchara.
—No, tu papá no está
viniendo y sí, ya sé que tenías que lavarte el cabello y te lo lavaste para mí.
Suave y brillante y todo para mí. Te lo agradezco, mi amor —le respondió él,
con una media reverencia burlona, pero otra vez estuvo a punto de perder el
equilibrio. Se tuvo que inclinar y ajustarse las botas. Evidentemente los pies
no le llegaban hasta las puntas; las había rellenado con algo para parecer más
alto. Connie lo miró y miró más allá de él, hacia Ellie en el coche, quien parecía
estar mirando a lo lejos, a la derecha de Connie, a la nada. Y entonces Ellie
dijo, extrayendo las palabras del aire, una tras otra, como si las descubriera:
—¿Quieres que arranque la
línea de teléfono?
—Cierra la boca y
mantenla cerrada —dijo Arnold Friend, el rostro rojo por haberse agachado o tal
vez de la vergüenza de que Connie hubiera visto sus botas—. Esto no es asunto
tuyo.
—¿Qué... qué estás
haciendo? ¿Qué es lo que quieres? —dijo Connie—. Si llamo a la policía te van a
atrapar, van a arrestarte.
—La promesa era que no
iba a entrar a menos que toques ese teléfono, y voy a cumplir esa promesa —le
respondió. Volvió a su posición erguida y trató de echar los hombros hacia
atrás. Sonaba como el héroe de una película, diciendo algo importante. Pero habló
en voz muy alta y fue como si estuviera hablando con alguien parado detrás de
Connie.
—No planeé entrar en una
casa en la que no pertenezco, sino que tú vengas a mí, como debes. ¿No sabes
quién soy?
—Estás loco —susurró
ella. Se apartó de la puerta, pero no quiso escapar a otra parte de la casa,
como si temiera que hacerlo fuera darle permiso a entrar por la puerta.
—Que es lo que... estás
loco... tú...
—¿Eh? ¿Qué dices, cariño?
Los ojos de Connie
corrían de aquí para allá, cubriendo distintas partes de la cocina. No podía
recordar qué era esa habitación.
—Te digo lo que va a
pasar, cariño: sales y nos vamos en el coche, y damos un lindo paseo. Pero si
no sales, entonces vamos a esperar a que tu gente vuelva a casa y entonces va a
ser peor para todos.
—¿Quieres que arranque la
línea? —repitió Ellie. Apartó la radio de su oreja e hizo una mueca, como si el
aire fuera demasiado para él sin el refugio de la radio.
—Te dije que te calles,
Ellie —dijo Arnold Friend—. Si eres sordo, consíguete un audífono, ¿entiendes?
Compórtate. Esta chiquita no es ningún problema y va a ser buena conmigo, así
que Ellie, métete en lo tuyo que esta no es tu cita, ¿entiendes? No te me
pegues, no acapares, no abrumes, no te vuelvas un perro de caza, no me sigas
—dijo con una voz rápida y sin sentido, como repitiendo de memoria todas las
expresiones que había aprendido sin estar seguro de cuál estaba aún de moda, y
luego apresurándose a crear otras nuevas, inventándolas con los ojos cerrados—.
No te me metas bajo mi cerca, no te metas en mi madriguera, no huelas mi
pegamento, no chupes mi paleta, ¡guárdate tus malditos dedos grasientos para ti
mismo! Se puso la mano sobre los ojos para hacer sombra y miró a Connie, que
estaba apoyada contra la mesa de la cocina.
—No le hagas caso, nena,
es un idiota. Un tonto. ¿Entiendes? Soy el chico para ti, y como ya te dije, tú
sales de la casa, todo bien, como una dama y me das la mano y nadie sale
herido, ya ves, quiero decir, tu papito calvo y tu mami y tu hermana la de los
tacones altos. Porque, escúchame bien: ¿para qué meterlos en esto?
—Déjame en paz —susurró
Connie.
—Oye, ¿conoces a esa
vieja que vive a un trecho de aquí, tú sabes, la que tiene pollos y esas cosas.
¿La conoces?
—¡Está muerta!
—¿Muerta? ¿Qué? ¿La
conoces? —dijo Arnold Friend.
—Está muerta...
—¿No te cae bien?
—Está muerta... ella...
ella ya no está más por aquí...
—Pero no te cae bien,
quiero decir, ¿tienes algo en contra de ella? ¿Algún rencor o algo así? —su
tono de voz bajó, como si se diera cuenta de una grosería. Se tocó las gafas
que descansaban sobre su cabeza, como asegurándose de que estuvieran todavía
allí—. Vamos, sé una buena chica.
—¿Qué vas a hacer?
—Solo un par de cosas, o
quizás tres —dijo Arnold Friend—. Pero te prometo que no va a durar mucho y que
al final te voy a gustar como te llega a gustar la gente que te es cercana. Es
cierto. Se acabó todo para ti aquí, así que sal de una vez. No quieres que tu
gente tenga problemas, ¿no?
Connie se dio la vuelta y
chocó contra una silla o contra algo, lastimándose la pierna, pero igual corrió
al cuarto de atrás y cogió el teléfono. Algo rugió en su oído, un rugido
pequeño, y estaba tan enferma de miedo que no podía hacer otra cosa más que
escuchar ese rugido: el teléfono se sentía húmedo y frío y muy pesado en sus
manos, y sus dedos buscaron a tientas el dial pero eran demasiado débiles para
tocarlo. Comenzó a gritar en el teléfono, contra el rugido. Gritó, gritó
pidiendo por su madre, y sintió que su aliento se sacudía violentamente dentro
de sus pulmones hacia adelante y hacia atrás, como si fuera un instrumento con
el que Arnold Friend la estuviera apuñalando una y otra vez sin ternura. Un
aullido de dolor y pena se erigió dentro y alrededor de ella, encerrándola en
su interior así como estaba encerrada en esta casa.
Luego de un rato pudo
volver a oír. Estaba sentada en el suelo, la espalda húmeda contra la pared.
Arnold Friend le decía
desde la puerta: “Así me gusta, como una buena chica. Cuelga el teléfono”.
Ella pateó el teléfono,
alejándolo de sí.
—No, mi amor: levántalo.
Y cuélgalo bien.
Ella lo recogió y colgó
el receptor. El tono de llamada se detuvo.
—Así me gusta. Ahora, ven
aquí.
Ella se sentía hueca, el
espacio que antes ocupaba el miedo ahora era solo un espacio vacío. Todo ese
gritar la había hecho explotar. Se sentó, una pierna acalambrada debajo del
cuerpo, y en el fondo de su cerebro vio algo así como un punto de luz que
seguía brillando y no la dejaba descansar. Pensó, no voy a ver a mi madre otra
vez. Pensó, ya no voy a dormir en mi cama otra vez. Su blusa verde vivo estaba
toda mojada.
Arnold Friend dijo, con
voz a la vez amable y fuerte, como la de un actor en escena.
—El lugar de donde vienes
ya no existe más, y el lugar al que pensabas ir está cancelado. Este lugar
donde estás ahora, la casa de papá, no es más que una caja de cartón que puedo
derribar en cualquier momento. Tú lo sabes, y siempre lo supiste. ¿Me
entiendes?
Ella pensó, “tengo que
pensar. Tengo que saber qué hacer”.
—Vamos a ir a un campo
bonito, ahí fuera de la ciudad donde huele tan bien y hay sol —dijo Arnold
Friend—. Te voy a tener en mis brazos bien cerca para que no pienses que
necesitas tratar de escaparte y te voy a mostrar lo que es el amor, lo que hace
el amor. ¡Al diablo con esta casa! Parece sólida, nomás —dijo. Arrastró una uña
sobre la puerta mosquitera y Connie no tembló con el ruido como lo hubiera
hecho el día anterior—. Ahora, ponte la mano sobre el corazón, cariño. ¿Lo
sientes? Se siente muy sólido también, pero tú y yo sabemos que no es así. Sé
buena conmigo, dulce como puedes ser porque ¿qué más hay para una chica como
tú, más que ser dulce y bonita y ceder... y escaparnos antes de que tu gente
vuelva?
Ella sintió su corazón
latiendo con fuerza. Su mano parecía contenerlo. Por primera vez en su vida
pensó que ese corazón no era de ella, que no le pertenecía, que era solo una
cosa latiendo, viva dentro de ese cuerpo que tampoco era suyo.
—No quieres que salgan
lastimados —siguió diciendo Arnold Friend—. Ahora, levántate, cariño. Levántate
solita.
Ella se puso de pie.
—Ahora, vuélvete hacia
aquí. Así, bien. Ven hacia mí. Ellie, guarda eso, ¿no te lo dije antes?
Imbécil. Imbécil asqueroso y miserable —dijo Arnold Friend. Sus palabras no
contenían ira, sino que eran solo parte de un conjuro. El conjuro era amable—.
Ahora ve, cruza la cocina hasta mí, cariño, y déjame ver una sonrisa, vamos,
prueba de sonreír, eres una chica valiente, una chica muy dulce y ahora ellos
siguen comiendo maíz y perros calientes asados al fuego hasta reventar, y no
saben nada de ti y nunca supieron nada; porque cariño, eres mejor que todos
ellos, ninguno de ellos hubiera hecho lo mismo por ti.
Connie sintió el linóleo
bajo sus pies; estaba frío. Se quitó el pelo de los ojos, echándolo hacia
atrás. Arnold Friend soltó el poste, titubeante, y abrió sus brazos para
recibirla, sus codos apuntando el uno al otro y sus muñecas colgando sin vida,
como para demostrar que se trataba de un abrazo avergonzado y un poco burlón,
que no quería que se sintiera abrumada.
Ella apoyó su mano contra
la puerta mosquitera. Se vio a sí misma abriendo lentamente la puerta como si
estuviera de nuevo a salvo en la puerta opuesta, observando a este cuerpo y a
esta cabeza de pelo largo yendo hacia la luz del sol donde Arnold Friend le
esperaba.
—Mi dulce niña de los
ojos azules —dijo él, en un suspiro medio cantado que nada tenía que ver con
sus ojos café pero que fue absorbido de todos modos por las vastas extensiones
de tierra iluminada por el sol que se extendían detrás de él y a su alrededor:
toda esa tierra que Connie jamás había visto y que no reconocía, salvo por el
hecho de saber que estaba yendo hacia ella.
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