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6 feb 2018

UNA NEVERA PORTÁTIL, de Almudena Grandes

Salieron a la calle a las diez y treinta y dos minutos de una mañana de junio soleada, calurosa.
Como todos los sábados, se separaron sin despedirse ante el portal de su casa. Él fue al garaje, a recoger el coche, y ella se quedó esperando con la maleta, la nevera portátil, un cesto de paja lleno de envases con comida preparada, la jaula del canario y el perro de su marido.
A las diez y treinta y siete miró el reloj. Su marido se estaría ajustando ya el cinturón. Aún no habían tenido hijos. Él era partidario de disfrutar de la vida todavía unos años más.
A las diez y cuarenta y dos, el coche no había salido del garaje, pero el perro se había meado en medio de la acera. Ella lo miró con repugnancia. No le gustaban los perros y no entendía por qué se retrasaba tanto su marido.
A las diez y cuarenta y nueve empezó a sudar. Ya faltaría poco para poder freír huevos en el tejado de pizarra de la casita que tenían en la sierra. Y la caravana de ida. Y la de vuelta. Y los mosquitos. Y su suegra.



Y la paella de su suegra. A ella le gustaba más la playa, pero sus preferencias no la eximían de pagar a fin de mes la mitad de cada cuota de la hipoteca. Él no daba señales de vida todavía.
A las diez y cincuenta y tres, las salmonelas, cualquier cosa que fueran, estarían ya empezando a bailar flamenco en la mayonesa de la ensaladilla rusa. Ella decidió que no la probaría. En cuanto a su marido, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
A las once en punto no había aparecido aún. A lo mejor el coche tenía una avería. Aunque también lo habían pagado a medias, a ella le dio la risa solo de pensarlo.

A las once y seis minutos se le ocurrió que quizás él no volviera nunca. Entonces apiló todo su equipaje contra el portal, dejó al perro atado a un poste y se fue a El Corte Inglés. Hacía mucho tiempo que no estaba tan contenta.



Que lo disfruten,
Carmen

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