Salieron a la calle a las diez y
treinta y dos minutos de una mañana de junio soleada, calurosa.
Como todos los sábados, se
separaron sin despedirse ante el portal de su casa. Él fue al garaje, a recoger
el coche, y ella se quedó esperando con la maleta, la nevera portátil, un cesto
de paja lleno de envases con comida preparada, la jaula del canario y el perro
de su marido.
A las diez y treinta y siete miró
el reloj. Su marido se estaría ajustando ya el cinturón. Aún no habían tenido
hijos. Él era partidario de disfrutar de la vida todavía unos años más.
A las diez y cuarenta y dos, el
coche no había salido del garaje, pero el perro se había meado en medio de la
acera. Ella lo miró con repugnancia. No le gustaban los perros y no entendía
por qué se retrasaba tanto su marido.
A las diez y cuarenta y nueve
empezó a sudar. Ya faltaría poco para poder freír huevos en el tejado de
pizarra de la casita que tenían en la sierra. Y la caravana de ida. Y la de
vuelta. Y los mosquitos. Y su suegra.
Y la paella de su suegra. A ella le
gustaba más la playa, pero sus preferencias no la eximían de pagar a fin de mes
la mitad de cada cuota de la hipoteca. Él no daba señales de vida todavía.
A las diez y cincuenta y tres,
las salmonelas, cualquier cosa que fueran, estarían ya empezando a bailar
flamenco en la mayonesa de la ensaladilla rusa. Ella decidió que no la
probaría. En cuanto a su marido, parecía que se lo hubiera tragado la tierra.
A las once en punto no había
aparecido aún. A lo mejor el coche tenía una avería. Aunque también lo habían
pagado a medias, a ella le dio la risa solo de pensarlo.
A las once y seis minutos se le
ocurrió que quizás él no volviera nunca. Entonces apiló todo su equipaje contra
el portal, dejó al perro atado a un poste y se fue a El Corte Inglés. Hacía
mucho tiempo que no estaba tan contenta.
Que lo disfruten,
Carmen
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